Carta Pastoral de Agustí Cortés, Obispo de Sant Feliu de Llobregat
Tiempo de la Creación (I)
Nos hacemos eco de la invitación que nos llega, vía el papa Francisco, de adherirnos a celebrar “el Tiempo de la Creación”. Una celebración con carácter ecuménico que ya goza de una cierta tradición. Desde 1989, por iniciativa del Patriarcado Ecuménico, se viene celebrando, entre el 1 de septiembre y el 4 de octubre, el precioso don de la Creación, mediante una llamada a reflexionar y orar. Este año nuestro lema es “¿Un hogar para todos?”
Nadie podrá negar la oportunidad, y hasta la urgencia, de esta celebración.
Algunos la presentan como una forma de “tomar conciencia” del grave problema ecológico y favorecer compromisos a favor de la conservación del planeta. Sería un muy buen deseo que se dieran estos frutos.
Pero debemos antes ser conscientes de dos importantes factores.
El primero es que, si hablamos de “Creación”, ya estamos interpretando la realidad de la naturaleza y el cosmos como resultado de un acto, el acto creador de Dios. Este supuesto no es compartido hoy por muchos, para quienes el cosmos y la naturaleza solo son el resultado de una evolución casual desde un punto de acumulación y explosión de energía… Quienes piensan así, también buscan, quizá, la conservación de la naturaleza. ¿Por qué? Cada uno sabrá, quizá por instinto de conservación o por un buen sentimiento de compasión, etc.

Quienes creemos en Dios Padre Creador entendemos la naturaleza y el cosmos como un don que Dios hace a la persona humana, también creada por Él, por amor. De ello se deducen consecuencias decisivas:
– Afirmamos que el cosmos, el ser humano y la naturaleza no son dios (como creen algunas religiones). La naturaleza está para el ser humano (de ahí su dignidad y valor) y no al revés.
– El ser humano vive en el mundo como en “su casa”. Así fue la voluntad del Creador, de forma que de ella depende su existencia.
– Esta casa (naturaleza, cosmos) es de Dios y, por tanto, de todos; todos la hemos de cuidar y compartir. De ahí que su cuidado es un acto de justicia y de amor hacia los seres humanos actuales y futuros.
Cuidando el “oikos”, la “domus”, la casa de Dios, alabamos a Dios y servimos a la humanidad concreta, especialmente a quienes menos pueden disfrutar de la creación.
El segundo factor es que la gran iniciativa del “Tiempo de la creación” consiste, entre otras cosas, en una llamada a la oración en común, ecuménica. Una oración que culminará para nosotros en la celebración que tendrá lugar el próximo 3 de octubre, en la Sagrada Familia.
Pero la oración se justifica, tiene valor, por sí misma, en cuanto comunicación de amor con Dios. Eso es lo esencial de la oración. La oración tiene también otros efectos: mentaliza y educa, realizada públicamente constituye un testimonio y una difusión de la causa que la convoca. Pero la oración no se puede instrumentalizar para lograr este objetivo, no es herramienta para sensibilizar. Perdería su valor real y auténtico. Mejor buscar otro tipo de manifestaciones y de difusión del mensaje.
Hoy esta iniciativa es abrazada por la vasta comunidad ecuménica. Quienes creemos en Dios Padre Creador le alabamos y le pedimos que su obra llegue a ser realmente un hogar para todos.
Tiempo de la Creación (II)
He de confesar, sin que ello suponga minusvaloración de otras aportaciones, que la verdadera ecología cristiana posee una belleza y una profundidad que no he hallado en ningún otro sistema de pensamiento.
Kilian Jornet, el mejor corredor de montaña del mundo, ganador de mil competiciones y campeón batiendo récords en su especialidad, explicaba desde un escenario público su “filosofía de la vida”.
“Ser libre es no seguir a nadie… Lo que me gusta de la montaña es la incertidumbre, elegir la ruta por la que bajarás, tú creas tu destino. Y, si es en solitario, mejor… La soledad es como estar delante de un espejo”.
A renglón seguido, proclamaba, junto a su austeridad, su decidido ecologismo y su lucha por la conservación de la naturaleza.
Esta fue una declaración sorprendente. Una persona que se había criado en plena naturaleza, que hallaba su identidad en su relación con la montaña, admirado por tantos, no solo a causa de sus triunfos, sino también por sus valores vinculados al deporte, reivindicaba la soledad como garantía de libertad y afirmaba su lucha ecológica.
Esto en la ecología cristiana sería una contradicción. La mirada de este gran deportista ve en una montaña, además quizá de una elemental belleza, un desafío. Es lo que se suele sentir cuando alcanzamos una cumbre: junto al disfrute del paisaje, una satisfacción, una especie de afirmación de uno mismo. Por extensión, podríamos decir que “una prueba del triunfo del ser humano sobre el cosmos”. Por suerte este disfrute tiene un efecto positivo: ayuda a valorar y respetar la misma naturaleza.
También, por suerte, este buen sentido ecológico, en general, no cultiva proyectos individualistas, sino que ha dado lugar a movimientos sociales y políticos… El análisis de la realidad social que suelen hacer estos movimientos tiene en su punto de mira crítico aquellos sistemas de producción que explotan la naturaleza, destruyéndola. Los cristianos damos a esto una sincera bienvenida. Descubrimos además una rendija por donde el hombre moderno supera un materialismo cerrado.
Los cristianos propugnamos una ecología integral. Para nosotros es una concreción de las virtudes. Por eso tiene su fuente en la fe, que nos permite mirar todo con unos ojos nuevos.
Estos ojos de la fe mirando el mundo, en realidad, son muy antiguos en el tiempo (recordamos, por ejemplo, el himno inicial de la Carta a Colosenses, San Basilio de Cesarea y San Gregorio Nacianceno, en el siglo IV, y hace apenas 60 años con la teología de Teilhard de Chardin y su reflejo en el Concilio Vaticano II). Son ojos nuevos en el sentido de distintos, novedosos, respecto a la mirada del mundo pagano.
Los ojos de la fe cristiana están iluminados por el Espíritu de Jesucristo. Según Él, la naturaleza y el mundo, como decimos, es un don inmenso; y su sentido último es revelar la armonía y perfección del llamado “Cristo cósmico”, que en su evolución culminará al final de los tiempos con la transformación (plenitud) total en el mismo Cristo.
Aquí la humanidad camina en diálogo con el cosmos, de forma que éste, superando todo individualismo, acaba siendo “casa de todos”. En su momento dijimos que la vivencia más clara de la ecología cristiana es aquella fraternidad inmensa que deviene “cósmica”: “hermana agua, hermano sol, hermana luna, hermana tierra… hermana muerte”. En ese vínculo fraterno nos encontramos verdaderamente libres.
Tiempo de la Creación (III)
Hemos de respetar y conservar la naturaleza por ser “casa de todos”. Pero no solo por este motivo, sino también por su hermosura. Es una casa de todos y para todos, para que todos vivamos en ella y con ella; y al vivirla disfrutemos todos de su belleza.
Suele citarse este texto de San Agustín, que le gustaba tratar de esto invitando a conversar con la creación.
“Interroga a la belleza de la tierra, del mar, del aire amplio y difuso, interroga a la belleza del cielo…, interroga a todas estas realidades. Todos te responderán: ¡Míranos, somos bellos!” (Sermón 241,2)
San Agustín se veía deslumbrado por la belleza de la creación, pero no cayó en el peligro de mitificarla. Y esto jugó un papel decisivo en su búsqueda de Dios. Escribe en la oración íntima que son sus Confesiones:
«Te amo, Señor; tengo de ello conciencia no dudosa, sino cierta. Has herido mi corazón con tu palabra y te amé.
Pero aun el cielo y la tierra y todo cuanto hay en ellos, de todas partes me dicen que te ame; y no cesan de decírselo a todos, de suerte que no tienen excusa (Rm 1,20)… Pero ¿qué amo yo cuando te amo? No hermosura de cuerpo, ni belleza de tiempo, ni claridad de luz, esa que es amable a estos ojos; no dulces melodías de cualquier linaje de cantos, no fragancia de flores ni perfumes y aromas, no maná ni mieles… Nada de esto amo cuando amo a mi Dios. Y, sin embargo, amo una cierta luz, y una cierta voz, y una cierta fragancia, y un cierto manjar, y un cierto abrazo, cuando amo a mi Dios, luz, voz, fragancia, manjar y abrazo de mi hombre interior donde resplandece a mi alma lo que no cabe en lugar, y donde suena lo que no arrebata el tiempo…» (X,6,8)
«¿Y qué es esto? Pregunté a la tierra y contestó: ‘no soy yo’ Y todas las cosas que hay en ella confesaron lo mismo. Pregunté al mar y a los abismos, y a los vivientes que surcan por ellos, y respondieron: ‘no somos tu Dios; búscale sobre nosotros’ Pregunté al cielo, la luna y las estrellas: ‘tampoco nosotros somos el Dios que buscas’, respondieron. Y dije a todas las cosas que rodean las puertas de mi carne: ‘Dadme nuevas de mi Dios, ya que no sois vosotras: decidme algo de él’… Y con voz atronadora clamaron: ‘él nos hizo’. Mi pregunta fue mi mirada; la respuesta de ellas su hermosura” (X,6,9)
Se ve que esta larga cita merecería una pausada y profunda conversación. Como siempre, solo quien lleva una buena pregunta (que se refleja en la forma de mirar), puede captar el secreto de lo que ve. Por eso, dice el santo: “mi pregunta fue mi mirada”. Su pregunta era: ¿dónde está, qué es, la perfecta belleza? Anhelaba encontrarla, para que su amor pudiera descansar en ella. La naturaleza respondió con su hermosura.

Pero esta hermosura no disimulaba sus límites y al mismo tiempo señalaba su origen. “Quien me ha hecho es la verdadera hermosura”.
Estas vivencias tienen una larguísima tradición cristiana. Experimentarlas requiere:
– Una mirada sensible a la belleza, anhelante de plenitud y sostenida por la búsqueda personal.
– Situarse en diálogo con Dios, con los ojos puestos en la naturaleza, de forma que ella entre en ese diálogo.
– Llegar a gozar del amor de Dios, en el que no podemos dejar de incluir la naturaleza, obra suya.
Mediante ella conocemos algo de la belleza de Dios y en ella nos sentimos amados por Él. Mirado así, ¿quién osará estropear, destruir o abusar de este don?
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat